jueves, 11 de septiembre de 2008

Wolfgang Amadeus Mozart - Piano Concerto No. 21, Andante

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martes, 2 de septiembre de 2008

La genealogia de la moral, XIII - Friedrich Nietzsche

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-Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo bueno tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento exige llegar a su final. -El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito, -¿no debería ser bueno?, nada hay que objetar a este modo de establecer un ideal excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: Nosotras no estamos enojadas en absoluto con esos buenos corderitos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero. -Exigir de la fortaleza que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión, de voluntad, de actividad, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se debe tan solo a la seducción del lenguaje (y a los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un sujeto. Es decir del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal sustrato no existe; no hay ningún ser detrás del hacer del actuar, del devenir; el agente ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer; cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un hacer-hacer: el mismo acontecimiento lo pone primero como causa y luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los investigadores de la naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen la fuerza mueve, la fuerza causa y cosas parecidas, -nuestra ciencia, a pesar de toda su frialdad, de su desapasionamiento, se encuentra sometida aún a la seducción del lenguaje y no se ha desprendido de los hijos falsos que se le han infiltrado, de los sujetos (el átomo, por ejemplo es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la cosa en sí); nada tiene de extraño que las reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen a favor suyo esa creencia e incluso en el fondo, ninguna otra sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser débil, y el ave de rapiña, libre de ser cordero: -con ello conquistan, en efecto, para sí el derecho de imputar al ave de rapiña ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos, los pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la impotencia: ¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios; el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los humildes, los justos -esto escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en realidad más que lo siguiente: Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes -pero esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer nada de más), gracias a este arte de falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de la virtud reanunciadora, callada, expectante, como si la debilidad misma del débil -es decir, su esencia, su obrar, su entera, única, inevitable, indeleble realidad - fuese un logro voluntario, algo querido elegido, una acción, un mérito. Por un instinto de autoconservación, de autoafirmación, en el que toda mentir suele santificarse, esa especie de hombre necesita creer en el sujeto indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su ser-así-y-así como mérito.